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Al compás de instrucciones propias de un general prusiano, impartidas a quienes se acerquen y pensadas en beneficiar al prójimo, nunca así mismo, un hombre de canado cabello, gran experiencia a cuestas y un positivismo inagotable avanza por la sinuosa carretera de la vida, llevando por voluntad propia la carga de intentar proveer a la gente que le rodea bienestar, pues no sabe dejar de pensar en los demás.
En un lugar del Atlántico chapín que podría confundirse con un trozo de paraíso, a mi familia y a mí nos obsequiaron una experiencia pletórica de aventuras, que incluyó atravesar un rio en plena noche, para luego recorrer potreros bajo el manto de un cielo nocturno nublado además. Miles de luciérnagas nos dan la bienvenida, mientras nos acercamos a la casa patronal ubicada frente al lago de Izabal al parquear el tractor que hace las veces de transporte, somos recibidos por la genuina sonrisa de Horacio, quien al vernos cambió la preocupación por alegría. Instalados en la casa, canjeamos anécdotas de la llegada hasta que un par de tragos después decimos feliz noche y vamos a cargar baterías.
Arranca el día temprano, con el sonido mezclado de voces de animales que parece que nos señalan que el día seguirá avanzando sin nosotros y nos aconsejan no perder el tiempo.
Horacio le ofrece a mis retoños el regalo de la amistad de dos niños, Marvin y Blenda, hijos del guardián, con quienes mis pequeños jugaron y compartieron.
A mi hija mayor, a mi esposa y a mí, nos obsequiaron las atenciones, la fantástica familia de Horacio, Mary y sus dos maravillosas hijas, además de una amiga (Vivi) de siempre de los Ruiz Matamoros y su hija. Personas alegres, sanas de mente con la costumbre de integrar a quienes se les acercan, que es una fantástica y rara virtud.
Las horas transcurrieron, y fue allí donde entendí la verdadera esencia de mi anfitrión, un tipo que se enorgullece de su origen humilde, de haberse formado en escuelas públicas, pero con la suerte de haberse rodeado de personas que lo hicieron entender siempre lo que vale un ser humano y convertirse en  el abuelo que sus nietas adoran, al papá que sus hijos respetan y quieren, el patrón que sus empleados quieren genuinamente, sus aldeanos vecinos aceptan con cariño como alguien especial dentro de la comunidad y le devuelven todas las atenciones con el sincero afecto que la gente del campo puede regalar.
Con inagotable positivismo, a pesar que la vida le ha enseñado la cara menos amable, pues tuvo que afrontar la perdida de un hijo, golpe del que pocos se recuperan. Pero Horacio se hizo a si mismo utilizando el positivismo como materia prima y ha logrado salir adelante, como en muchos aspectos de su vida.
A principios de este año, hizo un intento de dejarnos, que no fructificó, después de todo para que irse al Paraíso, si se es dueño de un pedacito de cielo llamado Izahue.
En nombre de mi familia, de los niños que ha adoptado, de sus vecinos quienes reciben cariño, dulces y regalos de este incansable filántropo y de quienes tenemos la suerte de conocerlo y entenderlo, quisiera decir ¡Muchas gracias Don Horacio!

Gustavo Adolfo Monroy

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