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Cómodo descansando placidamente en la rama madre.   Proveniente de una descendencia arbórea ancestral.  Antigua flor, convertida en fruto, amamantado por la sabia savia.  Desde la altura mira al mundo con desdén supremo, viendo por encima a todo el que transita o vive bajo él, sin dignarse mucho a malgastar su tiempo en preocuparse por nada que no habite debajo de su propia cascara.

Con el sol se tutea, se baña con la lluvia y lo arrulla la luna, cubriéndose del viento frío, con las hojas de un protector y confortable lecho.  Asqueado del intermitente y temporal abono que eventualmente toca el imponente tronco de la anciana planta.  ¿Como lo permite? se cuestiona.  Sabe que con un golpe de sola una de sus ramas y el sucio desconsiderado, cometeria su final inmundicia,  creando el ejemplo que indicaría a los demás que osar ensuciar al coloso de madera y hojas,  sería la última insolencia permitida por su majestad el árbol.

El verde que cubrió su piel, mientras su cuerpo recién convirtiose en una protuberancia visible, contempló como su adolescencia se llenaba de un amarillo que no podía menos que compararlo con oro puro. Una capa rojiza poco a poco le dio el aire soberano que desde siempre creyó merecer.   Príncipe ascendido a rey del natural mundo que presidía, desde la torre del castillo de sus pensamientos, intocable, imponente, superior… hasta que en un instante cayó.

El toque con el desdeñado suelo, no impidió olvidarse del duro golpe que rasgó su capa, rompió su piel incluso, dejando un lacerado rostro y dañado el orgullo del recién derrocado fruto.  La lluvia que sumisamente restregaba su real cuerpo mientras reinaba en su rama, hoy lo irrespetaba, aguijonenandolo con insistentes y ardientes piquetazos.  Abriose el cielo cesó el castigo, guió sus ojos suplicándole a su madre lo recogiese amorosa con una de sus ramas, pero la madre permanecía con su inmóvil impavidez.

Gusanos, mas sucios que la propia tierra empezaron a perder el respeto del intocable fruto, penetrandolo y masticandolo sin piedad, indescriptible dolor sentir que era menos que un grupo de convulsos verdes que se hartaban de él hasta saciarse, convirtiéndolo en una masa pulposa indeseable, al punto que un ser alado se acercó, mostrando mucho mas interés en los viscosos bichos, devorandolos y sacudiendole con el único fin de descubrir a los escondidos animalejos rastreros que aún sobre putrefacto cuerpo quedaban.

El postrer intento nacido del pico del ave, lo alejó aún mas de su madre, diez, quince metros quizás, no importaba ya, no era él después de todo, un simple despojo, pero con un latente espíritu que no entendía como subsistía aún sin extinguirse. 

Con el tiempo la tierra se convirtió en su lecho, allí yació integrándose resignadamente a ella,  sintió como el una vez asqueroso abono le brindaba un calor y energía inusitada, poco a poco empezó a creer que emergería.  Una explosión, otra y mas comenzaron una lenta expansión que duraría años.

Al día de hoy dos arboles, uno imponentemente ancestral y otro robusto y joven crecen separados quince metros uno del otro, entrelazando sus largas y fuertes ramas, viendo de frente al mundo, con majestuosidad absoluta, sin perder cada uno la humildad de respetar a cada integrante del mundo y su importancia, con el sentimiento propio que sólo la madurez propicia.

Gustavo Adolfo Monroy

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