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Celajes propios de una despejada tarde de noviembre, escenografía natural de un paisaje exhibido a través del marco de una ventana, habitante de un espacio diseñado para aprender.

Risueño grupo delatado por la algarabía, de sufrir las emociones que provoca conocer algo nuevo, invadidos del sentido de pertenencia a un sitio que apenas tenían cinco minutos de ocupar. Risas nerviosas, perfecta compañía para la espera del maestro, reconocido como el mejor de la materia.

Gentes diferentes, en edades, creencias, pensamientos y mas cosas, todos orgullosos miembros de la promoción, que recién arrancaba el aprendizaje, en la afamada escuela de soñadores.

La puerta dócilmente dobla sus bisagras, permitiendo el ingreso de un venerable señor, con varios años a cuestas, caminar solemne, sin prisa alguna, ocupa el espacio reservado para el encargado de impartir la cátedra.

Por enésima vez, vivía el momento de aquella primer lección, repetida incontables ocasiones y que no obstante su uso, seguía sin gastarse y tan útil como siempre. Invadido por la misma sensación que lo acompañaba por años, eran ya contados por miles los alumnos que pasaron por su clase, bajo el mismo metodo.  Los aventajados al graduarse crearon ideas, las volvieron realidad y se convirtieron en responsables de cambios que impactaron al mundo, conduciendolos al éxito personal que hoy se les reconoce, en todas partes. El maestro permanece en el mismo sitio, del salón de la afamada escuela.

El primer movimiento tras saludar al grupo, con un sencillo buenas tardes, única frase expulsada por sus labios en toda la tarde.  Entregó a cada ocupante de los espacios individuales que atiborran el salón de clases, una hoja en blanco, un lápiz con afilada punta y un buen borrador al otro extremo. Para luego sentarse en su sitio y concentrarse en la lectura de un libro. Las atónitas miradas no lograron ningún cambio en la escena, pasaron los minutos la lección no varió en un ápice.

El transcurrir de los días, no produjo variaciones en la actitud de la cátedra, varios escritorios comenzaron a perder a sus iniciales ocupantes, los primeros simplemente dejaron de asistir, otros, se quedaron, pero le perdieron el respeto al silencio, hacían sarcásticas bromas, unos pocos, comenzaron a utilizar lápiz, papel y sin duda el borrador. Al final sólo estos últimos continuaron visitando la para entonces casi solitaria aula. De pronto la clase no tuvo que ver con el maestro, sino con ellos mismos y sus ideas, el salón no fue otra cosa que su propio templo, un espacio para explorar sus ideas, de forma habitual y disciplinada.

El maestro, sin dirigirles la palabra, pareció incitarlos a no llegar, en ocasiones permanecia en el salón, dejando la puerta cerrada por dentro, los habituales no se inmutaron, buscaron hasta encontrar la única ventana sin llave, e ingresaron al salón. Hubo veces en donde el profesor parecía no llegar, pero ellos no faltaban a su acostumbrada lección, ante la complacida mirada de un maestro que desde afuera los veía. El entusiasmo de los asistentes a ésta clase de mutismo aumentaba, al igual que sus apuntes, las hojas, lápices y borradores consumidos.

El viejo catedrático pidió un día las tachadas hojas, con sorpresa las entregaron los alumnos sin chistar, las retornó al día siguiente con observaciones particulares, en ningún caso escribió algo que descalificase las ideas planteadas.

En el momento que lo creyó oportuno, se dirigió a su pequeña audiencia y les dijo: «Los sueños son algo muy propio, al igual que la vida, dejar de pensar es derrochar la oportunidad de permitir crecer nuestras ideas. Vencerse por dificultades, sin importar lo grandes o pequeñas que parezcan, olvidando que son sólo dificultades superables, los aleja de sus sueños y su personal realización. Pero aún venciendo esas dificultades, acompañados de la mejor idea jamás inventada,  no pueden considerarse graduados. Para un verdadero soñador la graduación viene cuando ven su sueño cumplido y entonces la satisfacción será insuperable, salgan al mundo y graduense mis queridos soñadores»

El maestro no dijo mas y tampoco lo necesitó.

Gustavo Adolfo Monroy

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