Brotes de semilla fecunda, asoman su rostro sobre tierra recién mojada. El sol, la lluvia, la luna y el tiempo, cómplices de toda la vida.
Coronado con un sombrero de paja, recorre el manto en el que borda la obra que reverdecerá completamente en algunos meses, tejido repleto de paciencia y colores, en especial distintas tonalidades de verde.
De regreso al cobijo de un techo, se topa con un viejo amigo, un árbol que conoció en semilla años atrás y que con paciencia y cuidado es hoy un ser mas alto que él, no es el único, cada palmo de terreno que recorre, es un punto de encuentro con una vida plantada con sus propias manos y por eso, recorrer el lugar le genera paz y mucha satisfacción.
El trino de los pájaros lo envuelve, recibe con humildad las felicitaciones que su emplumada compañía le regala cada vez que remueve la tierra y deja descubiertos a decenas de gusanos.
La espera compañera inseparable de su oficio, le ha enseñado la importancia de la paciencia, pero a la vez que quien deja de sembrar lo que debe sembrar hoy y no se siembra no se cosecha a tiempo o incluso no se cosecha nunca.
Diminuta vida de extraña pero consistente lógica, que se repite en el continuo existir de mismísima madre naturaleza, en la que detenerse es un lujo impensable, pero a la vez hacer pausas y disfrutar de placeres deliciosos como un atardecer o saborear el color, textura y sabor de los manjares de arbóreas raíces, es obligatorio. Naturaleza que regala paisajes, pero de cuando en cuando tormentas, para luego premiarnos con arco iris.
El jardinero entiende y convive con esa lógica, es feliz y suele morir de último.