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Con la espalda y manos sujetas, al poste que sirve de cómplice a la uniformada banda, que serenamente me apunta, cuadrándose prestos a apretar el gatillo, con la tranquilidad que no hay quien les devuelva el tiro.  No tengo mas opción que esperar la explosión de los inminentes disparos.

Una gota de sudor huye de mi cuerpo, intuyendo que es ya el último minuto para abandonar un barco que considera tiene los minutos contados.

Veo la ráfaga, siento el enjambre de golpes.  Pero esas balas en lugar de pólvora, contienen sentimientos, que explotan no obstante con igual o mas fuerza.  La primera impacta el corazón, inundandolo de ansiedad, otra aterriza en mi cerebro rebalsandolo de inquietud, el resto se reparten en mi cuerpo, creando agujeros en los que parece escabullirse a borbotones, la tranquilidad que hasta hace no mucho en mi habitó.  Cuando distingo el rostro de los tiradores, aquellos que con fría sangre, no dudaron en acertar los tiros en mi indefenso ser, descubro que su cara no es otra que la mía.

No es la primera vez.  En el andar de los pasos de mi vida, he deseado… convirtiéndose en una costumbre que no logro, ni quiero extirpar. 

De niño fui general de ejércitos que no existían, con los que gane todas las imaginarias batallas que pelee.  Mas tarde fui el arquero de un equipo acostumbrado a recibir goles, a veces por docena, (pero he de decir que en los miles que acepté, fueron pocos en los que no opuse mi feroz y poco acertada resistencia).  A pesar de ello nunca deje de soñar, junto a mis infatigables amigos, quienes nunca se cansaron en ir a recoger la pelota de la red que defendía, para volverla a colocarla al centro y empezar el proceso del próximo gol… que sin duda recibiriámos, en que algún día seriamos campeones.  El equipo lo logró… el portero entonces no era yo.

En cada aventura emprendida y por iniciar, quiero llegar a la cima y usualmente la que busco no es  otra sino el Everest de mi mundo y no algo menor.  Fallando muchas veces si, logrando en ocasiones alcanzar el objetivo, saboreado el delicioso y adictivo sabor del éxito.  Conociendo distintas y maravillosas personas, que me han guiado, enseñado y regalado variadas experiencias (todas buenas por el aprendizaje alcanzado, aunque no todas felices).

Son mis deseos y mi imposibilidad de soñar bajo, los que me han condenado a momentos de sonrojo o a pagar el precio de sueños rotos.  Pero también me han obsequiado instantes de satisfacción plena y completa, por lograr culminar el original propósito y haber alcanzado mi propio y personal Everest.

Cada vez que un sueño inicia, el paredón me espera.  Acompañado de valentía, que se aferra a mi al caminar el pasillo que hasta a la ejecución me lleva,  por la experiencia de haberlo recorrido muchas veces ya.  Y cuando las balas estallan, sé que no hay vuelta atrás.  Sin garantía de éxito, emprendo el camino, teniendo claro que lo único seguro es que lo recorreré completamente.

Son mis deseos, los que me atan al juicio, es lo alto que vuelan, lo que en muchos casos me condena a sufrir la pena…, pero el sabor del deber cumplido, la sensación de la cumbre alcanzada y la emoción de entregarme a la misión trazada,  me mueven a ir una vez mas al paredón.  Sin mas defensa que mi fe, sin mas escudo que mi mente y con ninguna duda de que con o sin éxito continuaré hasta el fin.

La escritura es la aventura, mi anonimato el paredón y con sólo una bolsón de ideas juntas, hechas mi primer libro ya, me retiro a luchar por publicarlo, a continuar plasmando ideas e iniciar a recorrer el camino hasta alcanzar el nobel… (o quizás no)

Gustavo Adolfo Monroy

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