Aroma conocido, casi familiar sale de la taza que a mi lado derecho me acompaña. Época navideña, cohetes, luces, regalos y carreras, decido sin embargo que éste minuto se sintonice con la paz interior que sólo uno mismo puede regalarse. Y es así como nace la historia que a continuación comparto.
En un mundo diminuto, rodeado de otros muchos, un pequeño corre pero no compite, ríe sin razón alguna por el simple hecho de ser feliz, llora perdonando incluso antes que la lagrima haya terminado de rodar siquiera, lo emociona la música, las luces o el pajarito que se posa en el árbol. Para él descubrir el planeta y cada uno de sus instantes es una novedad que celebra gozando la aventura de la vida a cada segundo.
Muy cerca de él, vemos con regocijo esos primeros pasos, esos que alguna vez recorrimos, en los que lloramos cuando quisimos, expresamos cuanto deseamos y reímos hasta explotar en carcajadas vivas.
El mundo y sus inevitables golpes, lastimaron nuestro sentir, limitándonos el actuar, encarcelando sentimientos impidiéndoles expresarse libres. Continúa creciendo el pequeño, la vida sigue su curso, nuestro mundo se va haciendo maduro, se convive con el sufrimiento, se pierde la risa espontanea y el cuerpo empieza a doler, pero también comenzamos a ver repetidas en otras personitas, las mismas caritas, ademanes, sonrisas y expresiones, con habilidades nuevas pero la misma esencia que nos identifica y nos hace sabernos y sentirnos familia.
Cual semilla que germina, cada hijo, cada instante se graba en la memoria, atesora en el corazón, como la taza de ponche que mezcla sabores compuestos por la unión de ingredientes varios, pero que a la vez forman uno sólo.
Brillen hijos nuestros con luz propia, peleen siempre por lo justo y por reír cuando quieran, llorar cuando sientan, celebrar y disfrutar la vida a tope, porque con el correr de los años, nuevas sonrisas aparecerán en sus vidas, nuevas imágenes se repetirán en sus mundos y las navidades que vivieron y gozaron, serán un lindo recuerdo por siempre.